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Las máquinas deseantes de la cuentística regionalista centroamericana, 1930-1950
Marta Sánchez-Salvà
Marta Sánchez-Salvà
Las máquinas deseantes de la cuentística regionalista centroamericana, 1930-1950
The desiring machines of Central American regionalist storytelling, 1930-1950
Realidad, Revista de Ciencias Sociales y Humanidades, núm. 165, pp. 56-68, 2025
Universidad Centroamericana José Simeón Cañas

Ensayo

Las máquinas deseantes de la cuentística regionalista centroamericana, 1930-1950

The desiring machines of Central American regionalist storytelling, 1930-1950

 Marta Sánchez-Salvà 1 marta.salva@protonmail.com
Investigadora independiente, Noruega

Realidad, Revista de Ciencias Sociales y Humanidades
Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, El Salvador
ISSN: 1991-3516
ISSN-e: 2520-0526
Periodicidad: Semestral
núm. 165, 2025

Recepción: 06 octubre 2023

Aprobación: 11 noviembre 2024


Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial 4.0 Internacional.

Resumen: Este trabajo comparativo se acerca a cinco cuentos regionalistas del canon centroamericano de la primera mitad del siglo XX. Propongo leer las aflicciones que sufren sus protagonistas como una disidencia de carácter metafísico contra los efectos del complejo colonial-imperialista-capitalista en la sociedad centroamericana. Con este fin, identifico pares de imágenes antitéticas que desconectan la tierra de los personajes regionalistas, por un lado, y que los reconectan con la naturaleza, por otro. Con base en la noción de máquinas deseantes de Gilles Deleuze y Félix Guattari, aproximo estas imágenes como las producciones de máquinas literarias que producen fugas de deseo en la producción social del capitalismo.

Palabras clave: Literatura, Regionalismo, Centroamérica, Cuento, Gilles Deleuze, Félix Guattari.

Abstract: This comparative work approaches five regionalist short stories from the Central American canon of the first half of the twentieth century. I propose to read the afflictions their main characters suffer as a metaphysical dissidence against the effects of the colonial-imperialist- capitalist complex in Central American society. To this end, I identify pairs of antithetical images that disconnect the land from the regionalist characters, on the one hand, and that reconnect them with nature, on the other. Based on the notion of desiring machines by Gilles Deleuze and Félix Guattari, I approach these images as the production of literary machines that produce flights of desire in the social production of capitalism.

Keywords: Literature, Regionalism, Central America, Short story, Gilles Deleuze, Félix Guattari.

Un estado de ánimo recorrió la narrativa breve regionalista canónica centroamericana de la primera mitad del siglo XX: una mezcla de tristeza, angustia y amargura habitan las colecciones Zapatos viejos (1930), del hondureño Arturo Mejía Nieto; Horizonte quebrado (1959),2 del nicaragüense Mariano Fiallos Gil; Cuentos de angustias y paisajes (1947) del costarricense Carlos Salazar Herrera; Madre milpa (1934), del guatemalteco Carlos Samayoa Chinchilla y Cuentos de barro (1933), del salvadoreño Salvador Salazar Arrué (Salarrué). Los personajes protagonistas masculinos se muestran abatidos en su relación con una tierra que, exterior a ellos, les causa goce al poseerla, pero sufrimiento al perderla. Ya sea como una tierra patria que degrada al hombre (Honduras y Nicaragua), como una tierra mercantilizada que lo sume en la tristeza (Guatemala y El Salvador) o lo atormenta (Costa Rica), estos cuentos producen imágenes de la tierra desconectada del hombre. Aunque las tradiciones nacionales literarias manifestaban singularidades temáticas que se comprenden a la luz de los procesos históricos que atravesaban las respectivas naciones del istmo por entonces, un acercamiento comparativo permite identificar como un rasgo común a los relatos regionalistas del canon masculino centroamericano una disidencia de carácter metafísico contra los efectos de la máquina capitalista en el tejido social de la primera mitad del siglo XX.

Este ensayo muestra cómo los mismos cuentos que contienen imágenes que desconectan la tierra del protagonista regionalista, al mismo tiempo, las desafían mediante imágenes de re- conexión entre el personaje humano y la naturaleza. Pues son textos que disputan la idea de la tierra como un objeto exterior al humano y, por tanto, sujeta a la dominación político-económica- militar. Con base en la noción de “máquina deseante” de Gilles Deleuze y Félix Guattari, aproximo estas imágenes antitéticas como la producción de máquinas literarias que producen fugas de deseo en la producción social del capitalismo. Es importante aclarar que el deseo para los filósofos franceses no equivale ni al placer, ni a la carencia de un objeto exterior al deseo, sino que consiste en un proceso de producción que lo abarca todo; es decir, el deseo produce y recorre el campo social, “sólo hay el deseo y lo social, y nada más”, “todo es producción: producciones de producciones, de acciones y de pasiones” (Deleuze y Guattari, 1985, pp. 13-36). Siguiendo este razonamiento, afirmo que incluso la tristeza, la angustia y la amargura que sienten los personajes en la narrativa regionalista son producidas por el deseo, concretamente, por el miedo a la escasez que la máquina capitalista (y también deseante) organiza en la abundancia de producción que es la naturaleza.3 En otras palabras, entiendo las imágenes que aquí se analizan como producciones de máquinas literarias que realizan actos de ruptura en la extracción de la plusvalía que la máquina capitalista y el aparato del Estado realizan sobre el deseo. Se trata de imágenes que, al igual que procede la máquina del capitalismo y cualquier máquina deseante, se vuelcan sobre las fuerzas productivas y las apropian produciendo lo que Deleuze y Guattari llaman la antiproducción, a saber, “una pausa improductiva”, “una instancia trascendente que se opone a la producción, la limita o la frena” (Deleuze y Guattari, 1985, pp. 18-243). De tal manera, entiendo las imágenes en cuestión como actos que contraproducen la carencia organizada por la máquina capitalista. Las máquinas literarias que producen las imágenes a escrutar entran en lo que Sergio Ramírez distingue como un género cuentístico heredero del realismo criollo del siglo XIX y el que tuvo mayor difusión durante la primera mitad del XX en Centroamérica (Ramírez, 1984, p. 29). Específicamente, se comparan los cuentos que abrieron las ediciones originales de las colecciones mencionadas arriba, exceptuando la de Salazar Herrera: “El Chele Amaya” (Zapatos viejos), “Horizonte quebrado” (Horizonte quebrado), “Madre milpa” (Madre milpa) y “La botija” (Cuentos de barro).4 Para el caso costarricense, he seleccionado “La bocaracá”, un relato que, si bien no apareció en la edición original de Cuentos de angustias y paisajes, acabó por ser el que abriría las ediciones a partir de la década de 1950.5

1. De esencias culturales a la producción deseante en las literaturas regionalistas

En su famoso estudio Myth and Archive: A Theory of Latin American Narrative (1990), Roberto González Echevarría arguye que la crisis ideológica experimentada en el mundo occidental tras la Primera Guerra Mundial conllevó el declive del pensamiento positivista en América Latina (González Echevarría, 1998, p. 149). Si la ciencia había sido el principal discurso mediador en la narrativa latinoamericana del siglo XIX, este crítico literario identifica la antropología como el nuevo tipo de mediación discursiva en las novelas regionalistas escritas a partir de la década de 1920 (González Echevarría, 1998, p. 12). La manera con la cual escritores plasmaron su preocupación por lo nativo y los orígenes culturales se asemeja, según González Echevarría, al modo de operar del antropólogo en cuanto a que hicieron uso de instrumentos filológicos como los glosarios y una ortografía adaptada al uso oral de la lengua (González Echevarría, 1998, pp. 157-158). Efectivamente, los libros de cuentos aquí en consideración presentan ambas cosas. Los glosarios, consistentes en una lista por orden alfabético o de aparición, incluyen “americanismos provincialismos de Guatemala […] que no figuran en los Diccionarios de uso corriente” como camisa de misa o chalchihuites (Madre milpa); “modismos del lenguaje cuscatleco” como seco o huishte (Cuentos de barro); hondureñismos como chiripazo o gamarrón (Zapatos viejos); vocablos antillanos como hipato, derivados del azteca como jalepate (Horizonte quebrado); o voces costarricenses como ñangal o yigüirro (Cuentos de angustias y paisajes). Junto al uso del glosario, la escritura fonética es un elemento fundamental del estilo autóctono de las novelas regionalistas que también se da en los cuentos regionalistas del istmo mediante una abundante oralidad: ¡Oy!, cuatroojos, blanquiyo, ¡Aijuesesentamil!, contao, ¡Caracoles!, agora, ¡Ajá!, ¿Oyís?, mirá, etc. Aunque en estos textos hay una preocupación antropológica por las autoctonías centroamericanas, no interesa aquí valorar si estos discursos regionalistas ofrecían una visión cabal o parcial de la esencia cultural que supuestamente intentarían definir. El sentido antropológico que destacaría no es el científico del logos, que en este contexto consistiría en una práctica literaria que recogiese la cultura de un pueblo, sino el vitalista del anthropos, vinculado a la raíz indoeuropea ner, la cual refiere a energía vital. Pues quiero centrarme en los movimientos metafísicos a lo largo de los cuales estas literaturas transportan el deseo hacia otros territorios. De ahí que me interese seguir el rastro de deslizamientos en los cuentos que en forma de flujos de energía vitalista en fuga crean imágenes de una tierra nueva en conexión con el humano.

La centralidad que la tierra y su relación con el personaje protagonista adquiere en la cuentística regionalista canónica centroamericana está lejos de ser casual o excepcional. En The Spanish American Regional Novel (1990), el estudio que marcó un antes y un después en la manera de leer lo regional, Carlos J. Alonso determina la tierra y la actividad económica como elementos que, junto al lenguaje oral, conforman la figura retórica que organiza y sostiene el discurso de lo autóctono en la novela de la tierra en Hispanoamérica (Alonso, 1990, pp. 74-76). El lenguaje oral es el elemento más importante de la tríada discursiva de la novela regionalista que contribuye a desarrollar un estilo autóctono que, como ya señalé antes, también se observa en la narrativa breve regionalista centroamericana. Sin embargo, son las dos otras categorías del modelo de Alonso (actividad y tierra) que el presente estudio reanuda para indagar en la producción metafísica que las narrativas regionalistas centroamericanas del corpus seleccionado generan. Como se verá en lo que sigue, la tierra en los cuentos regionalistas del istmo no ejerce exclusivamente de escena para la actividad que los personajes humanos desarrollan, tal como Alonso la entiende, sino que además de aparecer en ocasiones como exterior al hombre, otras veces es indistinguible de él. Se trata de una operación que captura un momento crítico de la sociedad centroamericana de la primera mitad del siglo XX; concretamente, la crisis (κρίσις) —o, como su etimología indica, la separación— que la máquina de producción capitalista y el Estado infringían en lo social. Las imágenes de re-conexión entre los protagonistas y la tierra que van cobrando trascendencia en los cuentos oponen metafísicamente esta crisis en lo social. No se trata de intentos de definir una esencia cultural de un pasado ahistórico que se anhela nostálgicamente, tal como Alonso achaca a la literatura regionalista latinoamericana, sino de poner en evidencia cómo la máquina capitalista produce la ilusión de semejante falta o pérdida de plenitud.

2. La antiproducción del terruño en la cuentística hondureña y nicaragüense frente al complejo político-militar-económico

La historia de Honduras y Nicaragua a inicios del siglo XX supuso una frágil gobernabilidad marcada por luchas internas, guerras civiles y la intervención estadounidense, ya fuese ésta creando dependencia económica en el caso hondureño o mediante la ocupación de facto de Nicaragua. Entre 1900 y 1930, en Honduras hubo más de 150 encuentros militares y 14 cambios de gobierno. Los daños causados por las guerras civiles en este país contribuían a los déficits presupuestarios que capitalistas locales y compañías bananeras apadrinadas por los Estados Unidos financiaban (Euraque, 2004, p. 592). Al ubicar la trama durante una batalla entre el ejército liberal y el conservador, “El Chele Amaya” de Mejía Nieto insinúa los problemas de gobernabilidad y de soberanía que agobiaban a los gobiernos hondureños a principios de siglo. Ambos bandos vienen representados por personajes que el narrador califica de ladrones que al servicio del capital estadounidense se hacen con el dinero nacional. El personaje liberal Ordóñez es un “mañoso que nos ha robao el pisto”, quien “no era General sino aprendís de boticario en la Farmacia del Dr. Werberr o Werba … un gringo de mala ley” (Mejía Nieto, 1930, p. 13). De manera encubierta, Mejía Nieto refiere a la presencia de las compañías bananeras estadounidenses en Honduras a los que los políticos hondureños con frecuencia se asociaban y cuya competencia entre ellas consistía a menudo en financiar conflictos para deshacerse del presidente de la compañía opositora (Mahoney, 2011, p. 108). También alude a oportunistas de la guerra que en medio de la contienda se placen en venideros repartos de poder, tal como evidencia una conversación entre generales y sargentos conservadores acerca de “ser Ministro de la guerra” y de “que una aduana del puerto no le caiba mal pa poder darle de comer a la mujer” (Mejía Nieto, 1930, p. 10). La experiencia de la guerra tiñe además el relato del narrador protagonista desde el comienzo de forma retrospectiva. Tras la guerra, vivir en el pueblo se hace intolerable para el Chele y lo abandona por una vida de bandolero: “Cuando volví era insoportable” (Mejía Nieto, 1930, p. 8). La guerra lo cambió: “Lo que soy yo había ‘terminao’” (Mejía Nieto, 1930, p. 15). Previamente, el Chele vivía en su pueblo “de los indios bravos y de las ‘tomas de cuartel’” donde guerreaba para proveer a su familia (Mejía Nieto, 1930, p. 8). La imagen que abre el cuento introduce ambigüedad en la relación del personaje con el terruño ya que, por un lado, en ella la tierra reclama al protagonista y, por otro, el mismo Chele se diferencia de ella: “Guaro, frío, indios aguerridos, duraznos, todo eso hay en mi pueblo y además de eso estoy yo” (Mejía Nieto, 1930, p. 7). El Chele se incorpora a una escena del terruño que equipara el aguardiente, la temperatura del ambiente, los hombres ejercitados en la guerra, los frutos del melocotonero y él mismo. En este sentido, el adverbio además opera en su acepción de añadir algo más a un todo, una secuencia que transmite su conexión con la tierra de su pueblo. Al mismo tiempo, sin embargo, además se puede entender como un exceso, un excedente que la repetición del pronombre yo confirma más adelante: “un hombre tan bien conocido como yo” (Mejía Nieto, 1930, p. 7), “¡Sólo yo, nadie más que yo!” (Mejía Nieto, 1930, p. 8). Progresiva e insistentemente, el protagonista va estableciendo su yo frente al terruño: “Yo viví en Santa Clara hasta donde la pasencia me aguantó. Yo no había nacío para chinear indisuelos. Yo no había nacío para cuidar la mujer; yo no había nacío para usar corbata” (Mejía Nieto, 1930, p. 8). Pero, además, Mejía Nieto inserta otra fragmentación en la conexión del personaje con la tierra, esta vez con la noción de patria y el discurso vacuo de los oficiales. Pues cuando el Chele Amaya revela su desengaño frente al oportunismo de los militares, se introduce en el texto la frase que este personaje irá repitiendo cada vez más y con más intensidad: “¿Lo ay de creer?” (Mejía Nieto, 1930, p. 10). Asimismo, El Chele va quebrando el discurso del General conservador Villanueva mediante incisos entre paréntesis o balbuceos al intentar recordar las palabras exactas del oficial: “—La patria os recompensará vuestro heroísmo, vuestro tradicional or… or… (no sé que jué la palabra después de tradicional: orígen… o pasado, algo como tradicional pasado)” (Mejía Nieto, 1930, pp. 11-12). Estas obstrucciones se oponen a la fluidez de los “Siiiiiiiii”, “Siiiiiii”, “vivaaaaaaaa”, “vivaaaaaa” del conjunto de los muchachos gritando al unísono, quienes confirman su pertenencia a un todo cuando el general les pregunta si todos están listos: “—¡Todos!— le respondimos desde el primero hasta el último del ejército” (Mejía Nieto, 1930, pp. 11-12). La unificación continúa. De crear un conglomerado humano, Mejía Nieto procede a extenderlo al paisaje, mediante una descripción que literalmente sugiere unas espinas cubiertas de piel humana: “Todo el pellejo lo íbamos dejando en la punta de las espinas. Los cabayos casi nos cáiban encima. Ni los cabros sabrían salir en aquel rastrojal” (Mejía Nieto, 1930, p. 15). El rastrojal y los hombres mezclados, casi indiscernibles de los caballos que se les caían encima, proporcionan una imagen que reconecta el hombre con el paisaje. Intensificando la conexión entre la escena (ahora explícitamente bélica) y los soldados, el traqueteo de las balas se ve “como reguero de pulgas en el lomo de un perro sarnoso” (Mejía Nieto, 1930, p. 15). El narrador añade un tercer símil a la escena inundándola con granos de maíz: “nos agarramos a balazos casi topando las caras uno con el otro. ¿Lo ay de creer? ¡Pen!... ¡Pen!... ¡Pen!... y de pronto aqueyo más seguido, como maíz tostándose en el comal: Pen, pen, pen, pen, pen, pen, pen” (Mejía Nieto, 1930, pp. 16-17). Rostros y balas se entremezclan con la imagen del maíz evocando una escena que los sintoniza sonoramente. Estas imágenes de reconexión del hombre con el paisaje en medio de un ataque bélico permiten establecer una ironía en el texto ya que, al final, no son las balas que quiebran al Chele, sino los cincuenta golpes con palo que los oficiales conservadores mandan a darle por hacerle responsable de la derrota. Posterior a ser apaleado y colgado de un árbol, la frase ¿Lo ay de creer? cierra el cuento (Mejía Nieto, 1930, p. 19). Relatando con amargura el acontecimiento, el Chele declara que se ha hecho liberal. No obstante, su única creencia permanece en su conexión con la tierra. Pues, así como la perplejidad que le causa la incompetencia, el oportunismo y la injusticia de los oficiales del ejército le lleva a renegar de su vida en el pueblo y a reiterar insistentemente ¿Lo ay de creer?, al mismo tiempo, su relato va religando su cuerpo al terruño mediante el vitalismo de un ritmo en el lenguaje y de unas imágenes que transmiten la pertenencia a un todo. Vista así, la producción del excedente del yo destacada más arriba parecería incoherente. Empero, entendida como un proceso de antiproducción que se opone a la producción político-militar-económica cobra sentido. La producción del yo de la máquina literaria de Mejía Nieto corta el flujo de patriotas mediante el cual el complejo político-militar-económico garantiza la producción de plusvalía en la periferia que es Centroamérica. Y es que la financiación de las guerras internas en Honduras con capital estadounidense no hacía más que ampliar el territorio del capital extranjero. Con la exclamación “¡Soy muy hombre y no necesito de mis paisanos!”, el Chele Amaya establece su punto de fuga de una relación con el Estado que lo reclama como plusvalía humana (Mejía Nieto, 1930, p. 8).

El capital, la guerra y el imperialismo también dejaron su marca en la narrativa regionalista nicaragüense, tal como testimonia “Horizonte quebrado” de Fiallos Gil. Junto a “El Chele Amaya”, son relatos éstos que evidencian la concurrencia mundial del capitalismo que Rosa Luxemburgo consideró característica de inicios del siglo XX; una fase distinguida por la acumulación imperialista del capital en la que Estados jóvenes luchaban por la independencia capitalista mediante empréstitos exteriores, concesiones de ferrocarriles, revoluciones y guerras (Luxemburgo, 1933, pp. 403-404). De igual modo que “El Chele Amaya” establece una antítesis entre el antes y el después de la guerra, en “Horizonte quebrado” el paisaje bélico de la sierra segoviana contrasta con el idílico del llano y la milpa. Mientras que el primero es “un horizonte hecho a dentelladas” a menudo agujereado por el “[s]incronismo de ametralladoras” durante la rebelión de Augusto César Sandino, el segundo es un llano “tirado a cordel” que hace pensar en la labor campesina (Fiallos Gil, 1959, p. 9). Si bien el horizonte nocturno de la milpa extasía al muchacho ex-soldado del cuento, un sentimiento de nostalgia persiste en él: “en la pubertad de la tierra, aspiraba nostálgico el perfume diluido en el campo, con las aletas de la nariz abiertas, como bestia sin pareja, como potro repleto de ausencias” (Fiallos Gil, 1959, p. 10). Esta nostalgia y el anhelo por “tenderse suavemente en la vida apacible amando a su pareja” (Fiallos Gil, 1959, p. 12) tienen que ser leídos prestando atención a la asociación que el autor va estableciendo a lo largo del texto entre el personaje femenino y la milpa. Se trata de una milpa rubia como “la mano de mujer sobre la piel de la tierra” que con su mirada extática el protagonista posee como si fuese la joven que pretende: “Tendió la mirada sobre la huerta. Sus ojos complacidos se extasiaron en la noche diáfana […] ¡Para quien tuviera entre sus duros brazos a la muchacha aquella color de milpa sazona!” (Fiallos Gil, 1959, pp. 11-12). Esta posesión fija la equivalencia entre tierra y mujer en el relato y, a partir de aquí, el peligro de ladrones en la milpa se atribuye también al personaje de la muchacha: “Creyó al principio que el intruso se metería a la huerta para saquearla” (Fiallos Gil, 1959, p. 12). Las nociones de intruso y saqueo inevitablemente traen a la memoria la ocupación por los soldados norteamericanos del territorio nicaragüense, quienes quedan aludidos en un intruso que aparece como una sombra silbando “ligeramente…” a la muchacha (Fiallos Gil, 1959, p. 12); un adverbio éste que, a su vez, despierta asociación con la conocida geopolítica imperialista estadounidense en Centroamérica y el Caribe representada en las famosas palabras del presidente Theodore Roosevelt habla suavemente y lleva un gran garrote. Pero la operatividad del imperio norteamericano en suelo nicaragüense no solo fue diplomático-militar ya que también adoptó bajo la presidencia de William Howard Taft la llamada diplomacia del dólar, una estrategia para reemplazar a los banqueros de inversión europeos con empresas estadounidenses (González, 2000, p. 74). La intervención económica y financiera de los Estados Unidos se llevó a cabo mediante concesiones para la explotación de los recursos del territorio nacional y contrataciones de empréstitos que endeudaban Nicaragua. La presencia del capital norteamericano llegó a dominar los servicios públicos, la deuda externa y la banca hasta el punto de que los banqueros extranjeros fiscalizaban y aprobaban el presupuesto del Estado nicaragüense (Vargas, 2000, p. 130). En este contexto de desposesión, el complejo político- militar-económico produce la nostalgia en el protagonista como una carencia de soberanía sobre el terruño. La proyección del futuro que este cuento parecería ofrecer al lector nicaragüense tras años de guerra consistiría en la paz de asentarse junto a una mujer para procrear y trabajar la milpa. Sin embargo, el texto desafía este vínculo con la tierra —o delimitación que la máquina capitalista produce en lo social— al referir a esta actividad como “un nuevo compartimiento” que el desenlace del relato pondrá en evidencia (Fiallos Gil, 1959, p. 12). Pues al descubrir que la mujer de sus deseos es visitada por otro hombre a altas hora de la noche, el protagonista se vuelve a la sierra: “cogió un tizón y le prendió fuego a la casa. Brasa prendida su corazón quemándole la vida. Brasa encendida quemando todo aquello que había soñado. Perro rabigacho tornó a su paisaje quebrado, mientras la noche azul se teñía de rojo con las llamas” (Fiallos Gil, 1959, p. 12). Lo que parecería una degradación animalesca del muchacho en forma de perro intensifica ahora su vínculo incondicional con la tierra. Y es que en ese paisaje quebrado al que vuelve, su “juventud primera [había] qued[ado] diseminada en las brumas de la noche segoviana rendida en la distancia”, tal como el narrador señala al inicio del relato (Fiallos Gil, 1959, p. 9). El paisaje y el protagonista se confundían en la bruma en una imagen de intangibilidad que sugiere un vínculo espiritual con el terruño. En la misma línea, el desenlace del cuento reconecta espiritualmente al personaje con la tierra saqueada. Con la “Brasa prendida su corazón quemándole la vida”, Fiallos Gil prende la brasa de la vitalidad (o spiritus, soplo vital) en el muchacho de manera que le lleve a poner su corazón en creer (de credere, poner el corazón) en la vida sin la carencia que produce el complejo político-militar-económico. En su lugar, su conexión espiritual con el terruño revela un territorio inmanente que resiste su desposesión.

3. La fuga espiritual regionalista del modelo agrícola costarricense

“La bocaracá” cuestiona la relación del agricultor, en este caso costarricense, con la tierra. Salazar Herrera inicia el cuento situando a un campesino en el Valle Central de Costa Rica: “Aconteció en las inmensas soledades de Toro Amarillo. Allá, una casa rompe la unidad de la selva, y fue Jenaro Salas quien primero arrancó unos árboles para sembrar su áspera vivienda” (Salazar Herrera, 1950, p. 300).6 Inmediatamente, la imagen de un campesino construyéndose su hogar a golpe de machete en plena selva evoca la frontera agrícola costarricense, un fenómeno de expansión agrícola de orígenes coloniales basado en la tala y la quema de la tierra que a partir de la segunda mitad del siglo XIX se intensificó en el Valle Central del país (Bozzoli de Wille, 1977, pp. 225-227). Más concretamente, la actividad de Jenaro arrancando árboles en la inmensidad del bosque tropical alude a lo que comúnmente se refería a cómo hacer abras. Mediante el verbo romper, el texto se refiere a hacer abras como una rotura de “la unidad de la selva”. La aspereza del rancho aviva en el relato la naturaleza abrupta de la intervención del hombre en el bosque. Más adelante, el narrador vuelve a mencionar la casa mediante el uso del sufijo -ucha, acrecentando de este modo el carácter desapacible de la morada, un hogar que Jenaro comparte con su mujer e hijo pequeño. La unidad familiar en la frontera agrícola trae a su vez a la memoria la situación del pequeño propietario distintivo del modelo agrícola costarricense que a inicios del siglo XX otorgaba gratuitamente a los cabezas de familia la propiedad de un lote de tierra en los baldíos nacionales (Salas Víquez, 1985, pp. 113-114).7 Mas la posesión de tierra no resulta para Jenaro en una relación de explotación exitosa; todo lo contrario. Este trabajador de montaña y padre de familia es un personaje “atribulado”, con “miedo de la soledad”, que vive “con un temor incesante” ante una tierra que se presenta extraña a él, causándole una enajenación terrible: “pensaba que la tierra lo malquería. La juzgó en su contra, y quizás por eso, la región a veces lo atormentaba, y a veces, también se reía de él” (Salazar Herrera, 1950, p. 300). En la angustia de Jenaro podrían resonar los efectos del aislamiento y de la falta de sanidad en la que vivían los habitantes de baldíos en zonas cálidas y malsanas de la región central de Costa Rica (Salas Víquez, 1985, pp. 119-120). Pero la causa del tormento de Jenaro va más allá de las condiciones coyunturales puesto que este relato equipara la familia a la selva. En la medida que esta última es turbada, la primera sufre el mismo destino. Y es que Tana y el hijo eran la única fuente de alivio para Jenaro en las soledades de la selva: “De noche, tardaba el sueño en llegar a sus ojos, y era entonces cuando la respiración de su mujer y de su hijito, o el chisporroteo de algún tizón que quedara vivo en la cocina, le servían de consuelo o gozo” (Salazar Herrera, 1950, p. 300). La respiración sosegada aliterada con el fonema /s/ (respiración, su, su, tizón, cocina, servían, consuelo, gozo) junto a un fuego que produce sonidos africados, oclusivos y vibrantes (chisporroteo), como si de un aparato fonador vital se tratara, transmiten la persistencia de un soplo vital que en mitad de la noche fluye indemne entre la familia y la tierra. Sin embargo, cuando Jenaro halla a su mujer inconsciente tras haber aplastado la cabeza de una bocaracá, el vínculo espiritual entre la familia y la tierra se rompe. Tras una lucha con la serpiente, el narrador señala que Tana se había desmayado “con el espíritu desprendido” (Salazar Herrera, 1950, p. 300). Así la encuentra Jenaro al inicio del relato y, como consecuencia, se sube al caballo y de manera “desenfrenada” por el polvazal del camino se va en busca de suero. Salazar Herrera ingeniosamente pospone volver a esta imagen al final del cuento, e interpone entre ellas la narración retrospectiva del encuentro de Tana con la serpiente. A lo largo de ella, el narrador va estableciendo una correspondencia entre la serpiente y la naturaleza refiriendo a la primera como bejuco. En su combate por dominar la serpiente —que alegóricamente corresponde con abrir abras en la selva— Tana aplasta la cabeza del animal al que acaba por llamar demonio. Caída la serpiente, la conexión espiritual entre Tana y la selva se interrumpe. Esta pérdida de espiritualidad es confirmada en el desenlace del texto. “Cuando el espíritu volvió”, Tana ve desaparecer a Jenaro volando en su caballo “detrás de un atormentado nubarrón de polvo”. Los gritos de Tana “¡No ha pasado nada!... ¡Jenaro!” resultan vanos (Salazar Herrera, 1950, p. 300). Pues sí sucedió algo ya que es Jenaro quien recupera el vínculo espiritual con la tierra cuando se desvanece uniéndose indistinguiblemente todo él con el caballo al vuelo en la nube de polvo. El tormento de Jenaro pasa ahora a ser una perturbación eléctrica de polvo en el aire, liberado de la desconexión que sufría con la tierra en su calidad de propietario y domador de la selva. Como en fuga de la relación de desnaturalización que el capitalismo impone al campesino y la tierra, Jenaro y la tierra abandonan la frontera agrícola costarricense.

4. Reorientaciones vitalistas de la cuentística regionalista en Guatemala y El Salvador frente a la desposesión de la máquina capitalista

Si los personajes de la narrativa breve regionalista canónica centroamericana vistos hasta aquí padecen amargura, nostalgia o tormento, los protagonistas de “La botija” y “Madre milpa” están tristes. Al de este último, Juan Yax, la tristeza le invade su cuerpo dejándole “sin energías, hasta para los trabajos más simples” (Samayoa Chinchilla, 1934, p. 9). Mas, a pesar de un ambiente que se presenta ajeno a él con una luz del amanecer que apenas concede familiaridad a su alrededor, la idea de la siembra lo reanima y el narrador reinserta así a este personaje maya en la costumbre de su pueblo: “Con un movimiento familiar, rajaba las tusas con la uña del dedo grande, desnudando las mazorcas que aparecían de pronto limpias y brillantes. Después, comprimiéndolas fuertemente entre las dos manos, hacía caer el grano en el canasto” (Samayoa Chinchilla, 1934, p. 10). El ritmo y la tactilidad del pulgar hendiendo la mazorca y de las manos unidas con ella conceden a esta imagen una armonía que bien corresponde con la creencia maya según la cual el maíz constituye “la carne y la sangre de los hombres” (Rodríguez Díaz, 2016, p. 27). La significancia de esta experiencia en el cuento es de carácter sagrado, en cuanto a que sanciona la ley —“era la primera ceremonia del costumbre”— de un pueblo cuyas leyendas son “carne sagrada” (Samayoa Chinchilla, 1934, p. 10). La imagen de las manos de Juan estrechamente unidas con la mazorca evoca cómo el maíz “entró en la carne del hombre creado” y “se hizo la sangre del hombre” según el relato del pueblo maya k’iche’ en el Popol Vuh (Popol Vuh, 1980, p. 117). Con este encuentro efusivo Samayoa Chinchilla intensifica el vínculo afectivo entre el agricultor y el fruto de la tierra, y por extensión con la tierra; un tipo de relación cercenada desde la época colonial mediante el despojo de las tierras indígenas que la Corona española ejecutó por “derecho divino” (Mendizábal Prem, 1975, pp. 7-8). El principio de la propiedad privada mediante el cual se otorgó la tierra a individuos españoles permitió la expropiación del agricultor indígena de la tierra estableciendo así las bases de lo que Karl Marx llamó la acumulación primitiva del capitalismo (Marx, 1976, p. 876). Aunque la desposesión fue solo uno de los mecanismos que la máquina capitalista colonial implementó para proceder a la acumulación de riqueza. La explotación de la tierra y de la mano de obra indígena permitió que los colonizadores también se apropiaran del excedente que el campesino indígena tenía que producir en varias formas: en el trabajo forzoso, el tributo y la renta de la tierra (Mendizábal Prem, 1975, p. 15). “Madre milpa” refiere a los efectos de esta acumulación incrementada del capitalismo. Así es que el narrador va dejando rastro de la presencia de otro pueblo con diferentes leyes a las de Juan: de “sus enemigos durante siglos” (Samayoa Chinchilla, 1934, p. 10); del ladino que codicia la siembra del pueblo maya (Samayoa Chinchilla, 1934, p. 12); del “turno” o reclutamiento forzoso de los militares (Samayoa Chinchilla, 1934, pp. 15-16). La colonización de los pueblos indígenas reverbera en la referencia a los enemigos, la rotura de la estructura económico-social precolombina en la codicia del ladino y el sistema coercitivo para movilizar el trabajo forzoso de los indígenas en la alusión al turno. Cabe recordar que, en las culturas precolombinas, el régimen agrario era en general de producción comunal y los frutos de la actividad agrícola se destinaban a alimentar la población (Mendizábal Prem, 1975, p. 5). De manera que el protagonismo del maíz en este cuento ya muestra de por sí resistencia al sistema de explotación de la tierra y del trabajo en Guatemala; un sistema basado en la propiedad privada y el cultivo de productos para la exportación —como el café y el banano— y no ya para el consumo interno (Carrera Mejía, 2007, pp. 87-88). A su vez, la extracción de Juan de su milpa por los militares para llevárselo a la capital sirve como recordatorio de la subordinación que sufría la producción para la subsistencia en el sistema agrario de producción capitalista. Ya fuera para trabajar en unidades productivas de exportación o en obras de interés público, los hombres indígenas eran obligados a abandonar sus pueblos temporalmente teniendo por tanto que descuidar sus propios cultivos (Carrera Mejía, 2007, p. 95). Aun así, la contraposición entre las convenciones del pueblo maya y el ladino se desdibuja en “Madre milpa” cuando Juan se pone a sembrar. La descripción de la siembra incluye, por una parte, el ritmo armónico de Juan dejando caer los granos en la tierra con una mano que “diligente aparecía y desaparecía candenciosamente [sic] entre el matate” (Samayoa Chinchilla, 1934, p. 15). Por otra parte, al hacerlo, los anhelos del sembrador van ocupando cada vez más su mente interrumpiendo la armonía de la actividad: vendería el maíz para comprarse una escopeta y unos pantalones; lo arreglaría para pedir a la mujer que él quería (Samayoa Chinchilla, 1934, pp. 14-15). Su creciente ambición por adquirir posesiones lo va distrayendo de la experiencia vital. Las intercalaciones del narrador en el pensamiento de Juan durante la siembra incrementan: “Primero Dios… pensaba, caminando a lo largo de los surcos”; “Primero Dios… tal vez, también pueda hablarle a la pedidora, para que le lleve un güipil y unas soguillas a la Martina. ¡Primero Dios!” (Samayoa Chinchilla, 1934, p. 15). Se sirve de la exclamación ¡Primero Dios! para no olvidar el carácter transcendente de su labor y ahuyentar en él mismo aspiraciones materialistas. Por si la advertencia no fuese suficiente, al final de la trama, las anáforas que usa el narrador cuando Juan vuelve a su pueblo tras un año de trabajo forzado enfatizan la pérdida de sus posesiones: “¿Qué habría sido de su milpa? ¿De su rancho? ¿De su perro? ¿De la Martina?” (Samayoa Chinchilla, 1934, p. 16); “¡Hombre sin milpa, sin madre, sin perro, sin mujer!” (Samayoa Chinchilla, 1934, p. 17). Si la repetición del pronombre posesivo su acentúa la condición de Juan como propietario de la milpa, del rancho y del perro, la preposición sin hace hincapié en la privación de estos mismos. A la par que “Madre milpa” denuncia la desposesión histórica de la población maya, el relato contrapone al derecho de propiedad impuesto desde la colonización una noción vitalista de la tierra. Así lo indica el fragmento en el que un anciano indígena invoca “al oculto y misterioso dios de las antiguas teogonías, a aquel, que siempre fué y siempre será más fuerte que el mismo Tohil8 […] a aquel que tiene, y siempre tendrá su morada en el sol” (Samayoa Chinchilla, 1934, p. 13, énfasis añadido).9 Esta imagen de plena fusión con una morada natural que nunca podrá perderse refuerza la antítesis entre la unión vitalista con la tierra, por un lado, y la desconexión de ella inherente a las relaciones de posesión (y desposesión), por otro. En base a ello, el narrador reorienta la desposesión de Juan hacia una experiencia de plenitud con la tierra. Al mismo tiempo que el “Así no más. Así no más” (Samayoa Chinchilla, 1934, p. 17) que repite una paloma apenada al final del cuento informa de la fatalidad que genera la máquina capitalista, las mismas palabras ponen en evidencia la carencia que la propia máquina produce: Así no más revela la abundancia de una vida sin las interferencias del deseo de posesión de la máquina capitalista. Si el fin supremo del capitalismo, tal como recuerdan Deleuze y Guattari, es “introducir la carencia allí donde siempre hay demasiado,” la morada en el sol de Samayoa Chinchilla desvela la triquiñuela de la efusión capitalista sobre lo que realmente es sobreabundancia (Deleuze y Guattari, 1985, p. 243).

“La botija” de Salarrué, por su parte, también se ocupa de la carencia que la máquina capitalista produce. Lo hace desdoblando la noción de pereza; que en términos positivos implica ejercer resistencia al trabajo, pero peyorativamente connota una escasez, la falta de aplicación para emplearse en el trabajo. En este cuento, la pereza del trabajador es la del labrador indígena, quien abre el relato en una imagen que mediante una concatenación lo muestra tirado sobre la tierra: “José Pashaca era un cuerpo tirado en un cuero; el cuero era un cuero tirado en un rancho; el rancho era un rancho tirado en una ladera” (Salarrué, 1931, p. 237).10 Si bien uno de los efectos de esta imagen es confundir al personaje con el paisaje, el énfasis en estar tirado connota una relación con la tierra de abandono más que de amparo. Ileana Rodríguez pone de relieve que en esta escena José es como “basura”, como “una vaca echada” cuya imagen pertenece a “los imaginarios de los blancos criollos, patrón literario que mira los espacios indígenas ya como reducciones, ya como tierras baldías en desuso, como tierras de nadie” (Rodríguez, 2011, pp. 185-187). En esta línea, Salarrué describe a José con “pata” en lugar de pierna, con “pellejo” en vez de frente y, también animalizado, ara la tierra como un piojo (Salarrué, 1931, p. 237). Son recursos que efectivamente acentúan la pereza del indígena (Cherry, 1977, p. 40; Mora, 1995, p. 84). Pero aquí interesa resaltar que la holgazanería de José también aparece asociada a una carencia proyectada sobre él en su función de hombre sin trabajo y, por tanto, sin pan; pues tras la interpelación de su madre para que se ponga a trabajar —“¡Qués necesario que tioficiés en algo, ya tás indio entero!”—, José Pashaca “pas[a] a estar triste” (Salarrué, 1931, p. 237). Ubicando el personaje en la adolescencia, Salarrué demarca el momento entre dos mundos: el de la niñez y el del adulto; el doméstico que provee pan y el del capital que organiza la escasez. Deleuze y Guattari describen el segundo como “el arte de una clase dominante” que, como economía de mercado, produce “el gran miedo a carecer” que hace “que todo el deseo recaiga” y “que el objeto dependa de una producción real que se supone exterior al deseo” (Deleuze y Guattari, 1985, p. 35). “La botija” disputa precisamente esta carencia que la máquina capitalista produce como si fuese una realidad natural y que, en un primer momento, empuja a José Pashaca a la búsqueda de la riqueza. Tras la muerte de su madre, la escasez de pan le lleva a tener que trabajar: “José levantó la boca y la llevó caminando por la vecindad, sin resultados nutritivos. Comió ‘majonchos’ robados, y se decidió a buscar botijas” (Salarrué, 1931, p. 237). La riqueza adopta en la primera parte del cuento la naturaleza objetiva de una botija con monedas de oro y de plata de las que José oyó decir que los antepasados solían enterrar y que a veces se encontraban en las tierras labradas. Deseando una de esas botijas, el muchacho se pone a labrar las tierras del patrón. La búsqueda de la botija se hace obsesión hasta el punto que José Pashaca se convierte en “el indio más holgazán y a la vez el más laborioso de todos los del lugar” (Salarrué, 1931, p. 237). Al modo que sucede con el producto del trabajo según Marx, el dinero que José va ganando “se enfrenta al trabajo como un ser ajeno, como una fuerza independiente del productor” (Marx, 2015, p. 106). Así se deduce del hecho según el cual el joven labrador “sembraba, por fuerza, porque el patrón exigía los censos. Por fuerza también tenía Pashaca que cosechar, y por fuerza que cobrar el grano abundante de su cosecha” (Salarrué, 1931, p. 238). Este fragmento introduce en el relato un punto de giro al revelar que la producción que José está llevando a cabo no consiste meramente en una realidad objetiva y exterior a él. Pues él va guardando el dinero despreocupadamente —“no se daba cuenta de que, en realidad, tenía una ‘huaca’”— y, en su lugar, al labrar “rascaba con el ojo presto a dar aviso en el corazón, para que éste cayera sobre la botija como un trapo de amor y ocultamiento” (Salarrué, 1931, p. 238). Es decir, Salarrué le devuelve a la producción de José su naturaleza subjetiva haciéndola coincidir con el deseo del joven soñador de botijas. Es más, subvierte ingeniosamente el proceso de desrealización del trabajador al mostrar a José Pashaca conectado con la tierra, en lugar de enajenado. En vez de independiente, su fuerza se vuelve indistinguible de él y de la tierra cuando el cuerpo de José vierte su interior en ella. Así sucede cuando se desmaya al darse cuenta de que ya no quedan botijas: “se dobló en la mancera; los bueyes se fueron parando, como si la reja se hubiera enredado en el raizal de la sombra. Los hallaron negros, contra el cielo claro, volviendo a ver al indio embruecado” (Salarrué, 1931, p. 238). Como una botija vuelta boca abajo al ser vaciada, José se halla embrocado tras derramar la fuerza vitalista que le ha llevado impetuosamente a buscar botijas. Enredada esta fuerza en la tierra en forma de raíces que se extienden de la sombra de José, con su transvase libera al campesino de cosechar por fuerza que el capital le impone en su relación con la tierra. Como una embrocación medicinal, la fuerza vitalista de José se derrama sobre una tierra enferma por su mercantilización. Asimismo, la fuerza del trabajo asalariado se desmercantiliza y se diluye en fuerza vitalista para crear un vínculo con la tierra sin base a un valor de cambio. En el desenlace del cuento, exhausto ya de arar sin más resultado que el económico, José Pashaca acaba escondiendo en la tierra un cántaro con todos sus ahorros para que su tesoro pueda ser hallado en la tierra. Tras el entierro de su botija, José se metamorfosea en un árbol cósmico.11 Animal-tierra-vegetal, el cuerpo de José se vuelve indistinguible de la naturaleza. Su trabajo ahora es creación, producción de deseo que, recurriendo a las palabras de Deleuze y Guattari, le coloca “más allá de la distinción hombre- naturaleza, más allá de todos los puntos de referencia que esta distinción condiciona. No viv[e] la naturaleza como naturaleza, sino como proceso de producción. Ya no existe ni hombre ni naturaleza, únicamente el proceso que los produce a uno dentro del otro” (1972/1985, p. 12). Con la imagen que cierra el relato, Salarrué revela la naturaleza inmanente de la producción o el deseo.

5. Consideraciones finales

Los cuentos más cardinales del canon regionalista centroamericano leídos hasta aquí convergen en su producción deseante. De modos diversos, revelan una fuerza sintetizadora que resiste las limitaciones que el aparato del Estado y la máquina capitalista colonial producen en la relación del humano con la tierra. Son máquinas literarias cuyas imágenes vitalistas y ritmos en el lenguaje transmiten una relación con la tierra libre de las limitaciones de escasez organizadas por la máquina capitalista. Estos flujos rítmicos en los textos producen inmanencia, en el sentido de desbordar la relación entre hombre y naturaleza como una relación de causa o de expresión. En su lugar, hombre y naturaleza son, usando palabras de Deleuze y Guattari, “una misma y única realidad esencial del productor y del producto” (Deleuze y Guattari, 1985, p. 14). Esta lectura presenta una visión de las literaturas regionalistas en Latinoamérica que diverge de la tradicional pues no entiende la nostalgia o el sentimiento trágico en ellas como la idealización por parte de los escritores de una esencia de plenitud cultural perdida, sino que muestra cómo estos textos revelan los efectos del complejo político-militar-económico capitalista colonial e imperialista en el tejido de lo social. Son narrativas que desenmascaran la falacia que la máquina capitalista produce al hacer sentir la carencia de la tierra como una inevitabilidad trágica de las relaciones de producción.

Referencias bibliográficas

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Notas

2. Los cuentos de esta colección fueron publicados entre 1938 y 1941.
3. Escriben Deleuze y Guattari sobre la naturaleza como proceso de producción: “¿Qué quiere decir aquí proceso? Es probable que, a un determinado nivel, la naturaleza se distinga de la industria: por una parte, la industria se opone a la naturaleza, por otra, saca de ella materiales, por otra, le devuelve sus residuos, etc. Esta relación distintiva entre hombre-naturaleza, industria-naturaleza, sociedad-naturaleza, condiciona, hasta en la sociedad, la distinción de esferas relativamente autónomas que denominaremos ‘producción’, ‘distribución’, ‘consumo’. Sin embargo, este nivel de distinciones, considerado en su estructura formal desarrollada, presupone (como lo demostró Marx), además del capital y de la división del trabajo, la falsa conciencia que el ser capitalista necesariamente tiene de sí y de los elementos coagulados de un proceso de conjunto. Pues en verdad —la brillante y negra verdad que yace en el delirio— no existen esferas o circuitos relativamente independientes: la producción es inmediatamente consumo y registro, el registro y el consumo determinan de un modo directo la producción, pero la determinan en el seno de la propia producción. De suerte que todo es producción: producciones de producciones, de acciones y de pasiones; producciones de registros, de distribuciones y de anotaciones; producciones de consumos, de voluptuosidades, de angustias y de dolores” (Deleuze y Guattari, 1985, p.13).
4. Por edición original se entiende aquí la primera edición en volumen hecha con la aprobación del autor. De los preámbulos o notas introductorias de las ediciones indicadas así se deduce.
5. “El bongo” es el cuento que apareció en primer lugar en la edición príncipe de Cuentos de angustias y paisajes. “La bocaracá” fue publicado como cuento inédito en Repertorio Americano el 15 de octubre de 1950, edición a la cual se va a referir y citar a partir de aquí.
6. Las citas de este se encuentran en la página 300 del Repertorio Americano, fechado el 15 de octubre de 1950.
7. La ley de cabezas de familia promulgada en 1909 promovió el reparto de tierras baldías entre pequeños propietarios. Muchos de ellos, no obstante, acabaron por vender sus derechos a propietarios grandes y especuladores debido a que “la escasez de vías de comunicación y de capitales” hacía difícil el desarrollo de la actividad económica en los terrenos concedidos. La segunda ley de 1924 intentó remediar sin éxito el acaparamiento de tierras por parte de accionistas de compañías extranjeras (Salas Víquez, 1985, pp. 113-119).
8. El Popol Vuh refiere a Tohil como el dios de varios grupos del pueblo k’iche’: “Así fueron llamadas las tres [familias] quichés y no se separaron porque era uno el nombre de su dios, Tohil de los Quichés, Tohil de los Tamub y de los Ilocab; uno solo era el nombre de dios” (1861/1980, p.123).
9. Más allá de las creencias del pueblo maya k’iche’, el carácter misterioso de este dios sugiere un culto sólo para iniciados, tal como apunta la etimología de mysterionque deriva de mystes y significa iniciado. Aquí se entreve la presencia del ocultismo que influenció a la generación de Samayoa Chinchilla en Centroamérica y que tuvo un carácter antimaterialista.
10. Las citas de “La botija” provienen de la edición de este cuento en el Repertorio Americano publicado el 17 de octubre de 1931.
11. La metamorfosis de José Pashaca está lejos de ser explícita. Para identificar los tres momentos en el relato que conducen a la imagen del árbol cósmico véase El kaleidoscopio salvadoreño: desplazamientos y devenires en la obra literaria y pictórica de Salarrué (Sánchez Salvá, 2021, pp. 133-134).

Notas de autor

1 Doctora en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Bergen. Sus áreas de interés son las vanguardias literarias y pictóricas en Centroamérica, y las intersecciones entre expresiones autóctonas y esotéricas en el istmo.

Enlace alternativo

Realidad, Revista de Ciencias Sociales y Humanidades

Institución: Universidad Centroamericana José Simeón Cañas

Volumen:

Número: 165

Publicado: 2025

Recibido: 06 de octubre, 2023

Aceptado: 11 de noviembre, 2024

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