RESUMEN
Se habían equivocado de tren. Uno de esos errores pequeños y aparentemente insignificantes, que suelen quedar en una simple molestia, “un correr entre andenes”. Pero esta vez no fue así. Aquella mañana habían partido de Gdansk: madre e hijo. Ella, en la cincuentena, irradiaba la energía de una veinteañera; él, apenas un poco más de veinte años, era un joven curioso y escéptico, con la mente saltando sin esfuerzo de podcasts filosóficos a debates de política mundial. Tenían previsto hacer una parada en Varsovia, pero el intercity que abordaron no se dirigía hacia allí. Error de plataforma, de horario, de lectura apresurada. Sea como fuese, terminaron descendiendo en Tczew: una estación rural perdida en el vacío del norte polaco, rodeada de un grupo de estudiantes chinos y campos dorados que se mecían bajo el sol del mediodía.
PALABRAS CLAVE:
cuento, filosofía, surrealismo
SUMMARY
They had gotten on the wrong train. One of those small, seemingly insignificant mistakes that usually amounts to a simple annoyance, "running between platforms." But not this time. That morning they had departed from Gdansk: mother and son. She, in her fifties, radiated the energy of a twenty-something; he, barely over twenty, was a curious and skeptical young man, his mind leaping effortlessly from philosophical podcasts to world politics debates. They had planned a stop in Warsaw, but the intercity train they boarded wasn't headed there. A mistake in the platform, the schedule, a hurried reading. Be that as it may, they ended up getting off at Tczew: a rural station lost in the emptiness of northern Poland, surrounded by a group of Chinese students and golden fields swaying in the midday sun.
KEYWORDS:
short story, philosophy, surrealism.
Se habían equivocado de tren. Uno de esos errores pequeños y aparentemente insignificantes, que suelen quedar en una simple molestia, “un correr entre andenes”. Pero esta vez no fue así. Aquella mañana habían partido de Gdansk: madre e hijo. Ella, en la cincuentena, irradiaba la energía de una veinteañera; él, apenas un poco más de veinte años, era un joven curioso y escéptico, con la mente saltando sin esfuerzo de podcasts filosóficos a debates de política mundial.
Tenían previsto hacer una parada en Varsovia, pero el intercity que abordaron no se dirigía hacia allí. Error de plataforma, de horario, de lectura apresurada. Sea como fuese, terminaron descendiendo en Tczew: una estación rural perdida en el vacío del norte polaco, rodeada de un grupo de estudiantes chinos y campos dorados que se mecían bajo el sol del mediodía.
El lugar era casi surrealista: un banco, un reloj detenido, un silencio absoluto. No hubo anuncios. Ninguna explicación. Luego llegó un tren. Era viejo: vagones grises, puertas que chirriaban. Pero en el tablero herrumbroso aparecía como destino Gdansk. Subieron. Al principio, nada parecía extraño. El traqueteo habitual, el sonido monótono de las ruedas. Pero algo empezó a cambiar. No sabían discernir cuándo comenzó, tal vez una luz más opaca, amarillenta; tal vez un hedor metálico entre humo y papel entintado; tal vez los pasajeros: hombres y mujeres de abrigos gruesos, miradas tensas, voces bajas. Hablaban en polaco; no hacía falta entender las palabras para sentir que no era una charla corriente. Había tensión, expectación, rabia contenida… y esperanza. Alguien repartía panfletos mimeografiados, con las manos manchadas de tinta negra, el papel tan fino como piel de cebolla. Madre e hijo recibieron uno. No entendían el texto, pero una palabra destacaba en rojo: Solidarność. Fue entonces cuando la madre comprendió.
— Hemos subido a uno de los trenes del movimiento —susurró al oído del hijo. Este tren va hacia el “cantiere número dos” de Gdansk. Pero no en nuestro tiempo.Era agosto de 1980: el verano de la revuelta. De repente, se hallaban inmersos en un viaje dentro de la historia. En el vagón los rostros hablaban por sí mismos: obreros, docentes, mujeres con pañuelos, bolsas repletas de pan y panfletos. Gente común dispuesta a luchar por algo extraordinario: el derecho a hablar, a disentir, a no vivir más agachados y en silencio. En el aire se tejía un eco de dignidad. Voces que contaban la vida oscura: hambre, colas interminables, productos racionados, sueños de Occidente, fábricas sombrías. Había historias de censura, de registros nocturnos…pero también de coraje, y un nombre que se repetía casi en susurro: Anna Walentynowicz, la “madre del coraje”. que se rebeló como activista contra las injusticias del sistema. Su despido, en agosto de 1980, uno de los tres só-mentos antes de jubilarse, desató la huelga que marcó el nacimiento de Solidarność.
El hijo, que hasta entonces había permanecido en silencio, comenzó a entender. Miraba aquellos rostros y comprendía que la historia no era solo cosa de libros. Era carne, pulso, memoria viva. Un hombre de ojos claros dijo en inglés: — We go to shipyard. Lenin’s shipyard. To show them we are not afraid anymore.
Miró por la ventanilla. Gdansk se aproximaba. Las grúas emergían contra el cielo. El tren aminoró. Frente a ellos, los portones del astillero, como un sueño de hierro, y miles de personas reunidas: pancartas, cantos, banderas improvisadas. La madre tomó la mano del hijo y bajaron juntos. Frente a los portones, alguien alzó un megáfono. Su mensaje llegó sin traducción: “Unidad. Trabajo. Verdad. Libertad.” Ovación tras ovación. No se respiraba rabia destructiva, sino determinación serena. Un pueblo que decía basta.
La madre giró hacia el hijo. — Esto no es solo un viaje al pasado. Es una lección sobre lo que significa la libertad.
— Y lo que cuesta —respondió él.
El sol cayó. El cielo sobre Gdansk se tiñó de oro y carbón. Con los panfletos aún en los bolsillos, emprendieron el regreso. No sabían cómo regresarían: quizá otro tren los recogería; quizá la magia se rompería apenas abandonaran el astillero. Pero algo había quedado en ellos: el eco de un pueblo que había hallado su voz.
Solidarność, ese nombre en rojo, no era solo una palabra. Era un movimiento que desafiaba el silencio con el corazón pleno y las manos vacías. El primer ladrillo de un muro que parecía eterno. Y ellos, por un instante, fueron testigos. El retorno fue silencioso. Dejaron Gdansk como un sueño demasiado intenso para narrarlo. Solo otro tren, otro asiento de madera, y la sensación de que algo se había roto o abierto dentro.
Mientras los campos de Pomerania desfilaban afuera, empezaron a hablar.
— Los polacos… sienten profundamente la nación —dijo ella, observando al pasar los pueblos austeros.
— Sí. Y ahora entiendo por qué. Viene del sufrimiento, de esa resistencia compartida.
— Cuidado con idealizarlos —advirtió ella—. También ellos, cuando tuvieron poder, tuvieron sus momentos imperiales.
El hijo alzó la vista. — ¿A qué te refieres?
— A la Confederación Polaco Lituana, por ejemplo —continuó ella—. Uno de los mayores estados de Europa; sus fronteras no siempre fueron armoniosas. Muchos pueblos vivieron bajo dominación polaca, con heridas aún profundas.
El hijo asintió, lentamente. Sabía de esas historias, pero nunca las había sentido tan vivas. La realidad, comprendía, no es en blanco y negro.— La historia… —musitó él—. ¿No hay nunca alguien inocente?
— Hay quienes resisten y quienes oprimen —respondió ella—. Pero a menudo, quien resiste hoy había oprimido ayer. Es la irónica tragedia. La nación puede ser refugio, identidad… o jaula y arma.
El tren se acercó a Varsovia. La ciudad aparecía a lo lejos: moderna, de cristal y cemento, levantada sobre ruinas de barroco y guerra. Reconstruida con amor y también con dolor. — Mira esta ciudad —dijo la madre—. Ha visto el infierno y renace siempre. Como pueblo e idea. Luego añadió: — Pero por eso mismo, ese sentido identitario puede volverse totalitario. Como si solo importara el dolor polaco.
— También nosotros corremos ese riesgo. Concluyó el hijo.
La madre lo miró, resignada pero firme.
— Sí, pero en Italia la nación es idea; aquí en Polonia, una fe.
El tren llegó a la estación. Las puertas se abrieron con un silbido. Estaban de vuelta. Sin pancartas, megáfonos, solo viajeros, maletas y anuncios de startups. Esa noche, en la habitación del hotel, la madre desplegó el volante que conservaba: el nombre Solidarność aún brillaba en rojo. Bajo, un lema que habían escuchado sólo en susurros: "Nie ma wolności bez Solidarności" ( “No hay libertad sin solidaridad”). El hijo lo leyó en voz alta y se preguntó:— ¿Será que aún existe esa solidaridad hoy? La madre lo contempló, con el volante entre las manos.
— Quizá no como entonces. Quizá se transformó. Pero esa palabra aún puede salvarnos. Si recordamos de dónde venimos, podemos elegir adónde vamos. Incluso cuando tomamos el tren equivocado.
Yuleisy Cruz Lezcano
