Perspectivas del Desarrollo Perspectivas del Desarrollo
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Año 6/No 1/ Octubre, 2021
ISSN: 2414-8903 Línea
ESTADO, SOBERANÍA Y
PARTICIPACIÓN POLÍTICA EN LA
SOCIEDAD ACTUAL
PhD. JUAN JOSÉ GARCÍA ESCRIBANO
escriba@um.es
Profesor de la Universidad de Murcia – España
ORCID:0000-0002-7216-5803
ADRIÁN IVORRA ALEMAÑY
1
PILAR ORTIZ GARCÍA
2
DOI: 10.5377/rpdd.v6i1.12419
Recibido: agosto, 2021 Aceptado: septiembre, 2021
RESUMEN
E
s un hecho que las democracias actuales viven una crisis de representación como
consecuencia del paulatino descrédito en el que han caído la política y la actuación
de algunos políticos. Este descrédito ha conducido, por una parte, a la aparición
de movimientos populistas cuyo discurso trata de obtener réditos del descontento
ciudadano y, por otra, a la búsqueda de formas complementarias de representación
de los intereses de la ciudadanía. Al mismo tiempo, ha llevado al planteamiento de
varios interrogantes que precisan respuesta. El primero está relacionado con el papel
del Estado que, si bien continúa siendo el protagonista de la escena pública y de poder,
se encuentra seriamente comprometido por movimientos como la globalización y
sus múltiples caras. El segundo interrogante es el papel que juega la ciudadanía
en el proceso de regeneración democrática y como protagonista de una forma de
democracia participativa que devuelva la política a la noble actuación de gestión de
lo público. Este artículo es una reexión sobre los interrogantes planteados.
PALABRAS CLAVE
Estado; participación política; democracia representativa; soberanía; ciudadanía
1 PhD. ADRIÁN IVORRA ALEMAÑY , Docente de la Universidad de Alicante – España - adrian.ivorra@ua.es
2 PhD. PILAR ORTIZ GARCÍA, Docente de la Universidad de Murcia – España - portizg@um.es, Orcid: https://
orcid.org/ 0000-0001-7679-0772
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ABSTRACT
It is a fact that today’s democracies are experiencing a crisis of representation
as a result of the gradual discrediting into which the policies and actions of some
politicians have fallen. This discrediting has led, on the one hand, to the emergence of
populist movements whose discourse seeks to make a prot from citizen discontent
and, on the other, to the search for complementary forms of representation of the
interests of the citizenry. At the same time, it has raised a number of questions
that need to be answered. The rst relates to the role of the State, which, while
continuing to be the protagonist of the public and power scene, is seriously involved
in movements such as globalization and its multiple faces. The second question is the
role that citizens play in the process of democratic regeneration and as the protagonist
of a form of participatory democracy that returns politics to the noble performance of
public management. This article is a reection on the questions raised.
KEYWORDS
State; political participation; representative democracy; sovereignty;
citizenship
INTRODUCCIÓN
Estamos atravesando la pandemia de la COVID-19 que ha provocado una gran
crisis sanitaria y económica. También ha generado una crisis de conanza. No es la
primera, ni será desafortunadamente la última. Los desafíos a los que nos enfrentamos
nos hacen constatar que antes de la aparición de la pandemia, la sociedad global, ya se
encontraba en un proceso de cambio acelerado y desigual. Vivimos en una sociedad
inmersa en un mundo de inmediatez, utilizando una expresión de Anthony Giddens,
vivimos en un “mundo de fuga” (Giddens 1994). Nos estamos acostumbrando a la
instantaneidad, a que todo evolucione a un ritmo sumamente acelerado, y esto hace
que cada vez se valore más la cultura de lo efímero, el vivir en un presente perenne
que impregna todos nuestros pensamientos y todas nuestras acciones.
La gran implosión de la tecnología digital está haciendo que esencialmente las
generaciones más jóvenes piensen en lógica de red, lo que lleva al desarrollo de una
ciudadanía digital. Pero esta tecnología también posibilita que las noticias se vayan
sobreponiendo las unas sobre las otras, haciendo que lo que hoy es objeto de máxima
atención, mañana sea un impreciso recuerdo. Las informaciones falsas (fake news)
son visualizadas por millones de personas, puesto que los medios de información
tradicionales ya no pueden ejercer la función de ser los guardianes de la puerta; por
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medio de Internet se hacen públicas una pléyade de noticias no contrastadas. Todo
ello, conduce a una sobreinformación, con efectos limitadores de la capacidad de
atención de las personas, o a una percepción selectiva que refuerza las subjetividades
individuales.
Por otro lado, es evidente que asistimos a una transformación del poder de
los llamados Estados-nación y a una redenición de sus funciones. Los Estados en la
actualidad, adquieren una doble particularidad en este contexto mundial, son actores
soberanos y a la par son sujetos que están sometidos a fuertes restricción por parte
de otros actores locales y supranacionales. Estos aspectos ponen en cuestión las
versiones convencionales de un orden mundial basado en el estado-nación y generan
un panorama mucho más complejo en el ordenamiento regional y global.
Todos estos desafíos se enmarcan en un entorno de aceleración tecnológica,
de cambio climático, de desigualdad, de pobreza, de replanteamiento de las relaciones
sociales, y de crisis generalizada de conanza en las instituciones, que provoca apatía
y desafección política.
La complejidad del contexto social descrito lleva al planteamiento sobre
el papel que juega la ciudadanía en las sociedades democráticas. Se trata de un
debate que ya se planteó en la década de los noventa del siglo XX (Castillo, 2017)
abriendo una línea de propuestas en torno a la idea de gobernanza como una nueva
manera de pensar sobre las capacidades estatales y las relaciones entre el Estado y la
sociedad (Peters y Pierre, 2005). Es en este contexto en el que adquiere relevancia la
participación ciudadana, entendida como todas aquellas prácticas políticas y sociales
a través de las cuales la ciudadanía puede –o pretende– incidir sobre alguna dimensión
de aquello que es público (Parés, 2009).
En este mundo que habita en una acelerada metamorfosis y en el que los
problemas cada vez se tornan más complejos, el Estado puede desempeñar un papel
relevante en el modelo político y en el modelo social. El Estado tiene la posibilidad
de protagonizar y liderar una revolución civilizada y pacíca que debería de empezar
por impulsar la educación en esta sociedad del conocimiento, con el objetivo de crear
un mundo para las personas.
La globalización y la revolución tecnológica enmarcan el posible éxito del Estado
ante los desafíos que tiene planteados en los próximos años. Para contextualizar
adecuadamente la acción del Estado, la soberanía y la participación política es
necesario explicar adecuadamente el impacto de la globalización y el impacto de la
revolución tecnológica.
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La globalización condiciona la acción del Estado, las políticas y la
implementación de esas políticas. Tiene un fuerte impacto social. Es un fenómeno
multidimensional que abarca procesos diferentes y opera en múltiples escalas
temporales. La globalización es un proceso dinámico y complejo que si bien es cierto
no es nuevo, ha sido retomado con mayor énfasis en los países en desarrollo como
premisa especíca para lograr un mayor crecimiento económico. Cuando hablamos
de globalización no hay que entenderla únicamente en clave económica, también
debemos analizarla atendiendo a su dimensión política, cultural, militar y social
1
.
Este mundo globalizado requiere una respuesta global, pero sobre todo
requiere y necesita una actuación local, porque, aunque se hable en términos globales
los problemas y las necesidades son locales, es decir, afectan y suceden a determinadas
zonas o regiones del planeta. Debemos pensar local y globalmente para implementar
adecuadamente en lo local. La gobernanza de la globalización y la implementación
en la localización es otro de los retos que tiene planteado el Estado.
El Estado también debe ser consciente que el desarrollo tecnológico es un
importante agente de cambio social tal y como constatamos al analizar su incidencia
en la calidad de vida y bienestar de los ciudadanos o en la consecución en la igualdad
de oportunidades. La tecnología y su desarrollo tienen un fuerte impacto social
2
.
Este desarrollo tecnológico está unido al progreso que toda sociedad persigue
para conseguir una situación de mejora. El verdadero progreso es conseguir que la
tecnología y el desarrollo tecnológico estén al servicio de todas las personas, y en el
actual ecosistema, el Estado debe ser el impulsor.
El acceder a ese desarrollo tecnológico, el saber utilizarlo y en denitiva el
poseerlo y controlarlo va a ser uno de los nuevos focos de poder de las sociedades
desarrolladas. Los individuos que sean capaces de acceder, utilizar y gestionar
ese desarrollo tecnológico abrirán una “brecha tecnológica” respecto de aquellos
individuos que no manejen y no utilicen estas nuevas tecnologías.
1 En la actualidad, señala José María Tortosa, “se abre camino cada vez más la idea de que desde nales del siglo
XIX el mundo forma un único sistema con muy escasa zonas del planeta fuera del ujo de mercancías, símbolos,
armas y decisiones. No está cerrada la discusión sobre cuando comienza a existir realmente ese sistema. Andre
Gunder Frank habla de milenios, Immanuel Wallerstein, de siglos” (Tortosa, 1992: 17).
2 La tecnología es concebida por muchos autores como el elemento clave que explica determinados cambios
sociales. Uno de estos autores es Thorstein Veblen (1971). Thorstein Veblen dio mucha importancia a la tecnología
como factor de cambio social, y sus teorías intentaron demostrar que las relaciones sociales y la cultura son
moldeadas por la tecnología. William F. Ogburn (1922), también defensor de este determinismo tecnológico,
señala que el retraso cultural de determinadas sociedades es producido por su desfase tecnológico.
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1.El Estado, ¿qué es?
El vocablo Estado deriva de stato, participio del verbo stare que signica
“estar parado”. Inicialmente, se comenzó a utilizar para designar algo detenido en el
tiempo o la situación actual (status quo) y después el estado de la república (status
reipublicae), para pasar ulteriormente a signicar una organización estable y describir
una forma especíca de ordenamiento político que empezó a desarrollarse en el siglo
XVIII. Uno de los primeros autores que emplea el concepto de Estado es Nicolás
Maquiavelo en El Príncipe (1513). Más tarde, en los siglos XVI y XVII, autores como
Jean Bodin con su obra Los seis libros de la República (1576) y Thomas Hobbes con
El Leviatán (1651), hablan del Estado para defender formas absolutistas.
Michel Foucault (1969) señala que el Estado es la institución articuladora
del resto de las instituciones; y la gobernanza, es el campo estratégico en el cual se
articula el poder. Max Weber en su obra Economía y Sociedad (1922), por su parte,
señala que el Estado es la institución que centraliza la aplicación de la fuerza legítima,
mientras que Jürgen Habermas (2010) argumenta que el Estado se caracteriza por
situar la legitimidad del poder político en el poder comunicativo construido en
instancias informales de la sociedad civil. Por último, Samuel Huntington (1997)
señala que los Estados son los actores más poderosos en los asuntos mundiales, pero
apunta que los principales conictos políticos internacionales ocurren entre naciones
y grupos de diferentes civilizaciones.
De las ideas de estos autores y de muchos otros
3
se puede colegir que el Estado
es una forma de organización de la sociedad, que tiene que ver con un país soberano,
que está asentado en un determinado territorio, que está dotado de órganos propios
de gobierno y que es reconocido como tal en el orden internacional. El Estado es el
conjunto de poderes y órganos de un país. Es una unidad jurídica de los individuos
que viven en un determinado territorio, bajo el imperio de la ley con el objetivo de
alcanzar un bien común. Por tanto, el Estado tiene que ver con la política, con la
sociedad, con el gobierno y con el poder. El Estado ha sido la forma dominante de
organización del poder político al que se le han asignado toda una serie de funciones.
3 Véase también los estudios de Gabriel Almond y Sidney Verba (1970), Norberto Bobbio (1981), David Easton
(1981), Stein Rokkan (1983), Gianfranco Pasquino (1995), Giovanni Sartori (1997).
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Cuando se habla de las funciones del Estado, se hace referencia al ejercicio
real y efectivo del poder. Pueden denirse como las direcciones de la actividad del
Estado para cumplir sus nes. Las funciones del Estado han ido cambiando en el
tiempo. En la Edad Media las funciones del soberano eran pocas comparadas con
las funciones del Estado Moderno. En aquella época las funciones eran compartidas
con otros estamentos como la Iglesia y la nobleza. En El Espíritu de las leyes (1748),
Montesquieu propuso que era necesario que las funciones del Estado se separaran
entre distintos poderes con el objetivo de evitar la tiranía y que el poder se pudiera
autocontrolar.
Tres son las funciones básicas del Estado; la función legislativa, ejecutiva
y judicial. La función ejecutiva tiene como objetivo regular la actividad concreta
y tutelar del Estado bajo el orden jurídico. Es la responsable de la gestión diaria
del Estado. La función legislativa está encaminada a establecer las normas jurídicas
generales. La función judicial resuelve las controversias, interpreta, hace respetar las
leyes y declara el derecho. El Estado representa al pueblo y debe ejercer su voluntad,
provisiona gobernanza, debe buscar la mejor opción para los ciudadanos, promover
el desarrollo, erradicar la pobreza, y buscar la paz, supervisar la economía y las
relaciones del trabajo.
No obstante, en los últimos tiempos, como señala González (2017), se está
produciendo una crisis que afecta a la división clásica de los tres poderes. Por un
lado, los ejecutivos se ven sobrepasados por poderes (económicos y nancieros)
que no atienden a ningún tipo de fronteras y sobre los que no tienen capacidad de
control, enfrentándose de esta forma a inéditas dicultades a la hora de acometer
sus programas y restándole efectividad y eciencia a la hora de la resolución de
los problemas. Por otro, aparece un proceso de desparlamentarización, que inuye
en la subordinación del poder legislativo al ejecutivo. Asimismo, cada vez más, se
intenta legislar como respuesta a la inmediatez de la información digital y aspirando a
hacerlo sobre las emociones y los sentimientos. Por último, esta crisis afecta también
al poder judicial, el cual también se pretende que sea sumiso al poder ejecutivo.
Los Estados en la actualidad, denidos por Benedict Anderson (1993) como
comunidades imaginadas, son una frontera abierta con muchos interrogantes y
la comunidad internacional aún no ha dado respuesta a muchos de las cuestiones
planteadas.
Como se señalaba anteriormente, existe una redenición del rol desempeñado
por los Estados, debido en gran medida, al fenómeno de la globalización y a las
múltiples implicaciones políticas, sociales, económicas y culturales del proceso. En
este mundo global, las fronteras se difuminan y los mercados muestran su apogeo y
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su fuerza, ya que no entienden de límites y su mayor premisa es conseguir el mayor
rendimiento posible. Los gobiernos, al frente de los Estados, deben poner freno a
estas rmezas y soslayar las desigualdades y fracturas sociales ocasionadas. Pero,
la globalización igualmente implica localización, puesto que ambos procesos se
complementan
4
, lo que lleva a algunos a utilizar el concepto glocalización, término
acuñado por Roland Robertson (1995).
Habermas (2010) señala que la sociedad capitalista también pretende explorar
las posibilidades que tiene la sociedad contemporánea para avanzar hacia una vida
social más equilibrada. Michael Keating advierte que “asistimos a un proceso de
reconguración del espacio político, ahora que nuevas formas de acción y nuevos
tipos de identidad hacen frente al orden político y al modelo de Estado” (Keating,
1997: 95).
Giovanni Sartori (2001) habla de la buena sociedad, que para el autor es la
sociedad pluralista, basada en la tolerancia y en el reconocimiento de la diversidad.
Francis Fukuyama (1996) arma, por su parte, que el siglo XX ha visto al mundo
desarrollado sometido a un paroxismo de violencia ideológica, en la cual, el
liberalismo luchaba contra el absolutismo, el fascismo y el marxismo. Concluye que
asistimos a una inquebrantable victoria del liberalismo económico y político.
Samuel P. Huntington (1997), en cambio, cuestiona la idea del n de la historia,
y señala que, con la caída del bloque comunista, ha cobrado protagonismo un mundo
más plural, un mundo al que llama de civilizaciones. Plantea que el mundo del siglo
XXI será mucho más multipolar de lo que algunos pensaban. Will Kymlicka, por otra
parte, arma que “actualmente la mayoría de los países son culturalmente diversos
[...] Esta diversidad plantea una serie de cuestiones importantes y potencialmente
conictivas” (Kymlicka, 1999: 11).
4 Ver los trabajos realizados por Immanuel Wallerstain (1991), Emilio Lamo de Espinosa (1996), José María
Tortosa (1992), Boaventura de Souza Santos (1995) y Manuel Castells (1995).
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2. La crisis de representación
Diferentes autores, como Crouch (2004), Brito Viera y Runciman (2008)
Keane (2009), Rosanvallon (2011), Della Porta (2013), Tormey (2015), arman que
nos hallamos en un momento que se podría calicar como “post-representativo” por
su cuestionamiento de la democracia representativa. Y, además, como señala Tormey
(2015), el “rechazo de los políticos va claramente más allá de un sentimiento de
desesperación sobre los gestos y las actuaciones de la clase política y alcanza la
propia concepción central de la representación, basada en que algunos deben ser
elevados a una posición de poder mientras todos los demás se colocan en la posición
de espectadores pasivos: los representados. La representación implica una política en
la que algunos actúan, participan y dirigen, y los demás siguen» (p. 62). El proceso
de desaliento que está acaeciendo en la mayoría de las democracias liberales es un
serio aviso que debería llevar a una honda reexión. La palabra “política” se ha
transformado en sinónimo de egoísmo, corrupción e inecacia. Este descrédito de
la política y los políticos está auspiciando una crisis de representación, búsqueda
de nuevos canales de participación y, también, el surgimiento de una anti-política
populista perceptible en algunos de los éxitos políticos de los últimos años: el Tea Party
Movement en USA, el Movimento 5 Stelle (M5S) en Italia, Prawo i Sprawiedliwość
(PiS) en Polonia, el Independence Party (UKIP) en el Reino Unido, Alternative für
Deutschland (AfD) en Alemania o Vox en España; todos ellos dirigidos por líderes
que esgrimen el desprecio a las élites políticas y un discurso que maniesta una
inmensa hostilidad hacia la política.
Los tiempos presentes muestran un aire de transición. La democracia
representativa, tal como se ha desarrollado hasta ahora, está cuestionada por los
propios cambios que han ido acaeciendo en nuestras sociedades y esta situación está
en el origen de la aparición de lógicas sociales diferentes:
a)Una lógica radical-totalitaria que se reconoce por la pretensión de destruir
el pluralismo social e institucional, y que, con una pretensión totalizante, concibe
desde el fundamentalismo radical la construcción de las identidades políticas y del
orden social. La consecuencia de esta lógica podría llevar a democracias de muy baja
calidad, con muy poca inclusión de la ciudadanía en los procesos políticos, inclusive
al aanzamiento de inesperadas autocracias.
b)Una lógica tecnocrática que se distingue por favorecer los procesos formales
y burocráticos, es decir, los mecanismos de gestión técnica basados exclusivamente
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en la racionalidad instrumental, negando, por ende, legitimidad a las formas de
movilización y protesta fuera de los canales institucionales. Aunque no sea en la
apariencia, cuando en el fondo se niega la existencia de antagonismos sociales y el
hecho de que las decisiones políticas generan normalmente ganadores y perdedores, se
está menoscabando la lógica democrática y es posible caer en procesos que ocasionen
autocracias encubiertas.
c)Una lógica representativa-participativa que desarrolla formas de gestión
y de participación social dentro de los canales institucionales de la democracia
representativa pero que, además, reestablece el sentido más profundo de la
democracia, como tarea de la ciudadanía, y no únicamente de sus representantes o
de los tecnócratas. Provocaría la apuesta por la transparencia y la aproximación de
la ciudadanía a la toma de las decisiones en los temas que le conciernen, mediante el
establecimiento de nuevas formas de participación ciudadana.
Esta postrera lógica conduce a valorar distintas opciones para recobrar la
legitimidad de la política y la democracia: 1) Reforzar la democracia representativa
que ha funcionado hasta ahora; 2) Sustituir lo que ya existe con las herramientas
propias de la democracia directa y 3) El complemento de ambos tipos de democracia
(representativa y participativa) sería la solución más adecuada.
Las primeras referencias al concepto “democracia participativa” aparecen en lo
que se conoce como Declaración Port Huron, un maniesto político elaborado
en 1962 por el movimiento estudiantil estadounidense Students for a Democratic
Society (SDS) sobre la base de un borrador preparado por Thomas Emmet Hayden.
Rosanvallon (2008) destaca que la llamada a la participación que se produce en este
maniesto ha de ser interpretada con un deseo de volver a vincularse con una visión
tocquevilliana de América: “es una América más comunicativa y más preocupada
por la realización de las personas” (p. 321). En cualquier caso, se puede armar la
llamada a la participación proyectada por la Declaración de Port Huron es parte de
una voluntad de romper con las formas tradicionales de representación.
Boaventura de Sousa Santos, muestra la existencia de dos formas potenciales
de agregación de democracia representativa y participativa: coexistencia y
complementariedad. La coexistencia “implica una convivencia, en niveles diversos, de
las diferentes formas de procedimentalismo, organización administrativa y variación
de diseño institucional. La democracia representativa en el nivel nacional –dominio
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exclusivo en el nivel de la constitución de gobiernos; la aceptación de la forma
vertical burocrática como forma exclusiva de la administración pública- coexiste
con la democracia participativa en el nivel local” (Santos, 2004, p. 63), mientras
que la complementariedad “implica una articulación más profunda entre democracia
representativa y democracia participativa. Presupone el reconocimiento por el gobierno
de que el procedimentalismo participativo, las formas públicas de monitoreo y los
procesos de deliberación pública pueden sustituir parte del proceso de representación
y deliberación tales como los concebidos en el modelo hegemónico de democracia”
(Santos, 2004, p. 63). Una noción y otra son distintas, porque la complementariedad
entraña una resolución social y política de agrandar la participación, especialmente a
nivel local, a través del traspaso o restitución de potestades de los gobernantes para
que se puedan favorecer nuevas estructuras participativas.
La convivencia de ambas fórmulas - democracia representativa y participativa-
se hizo especialmente patente a raíz de la crisis de las democracias a nales de los
años ochenta, como consecuencia del paulatino deterioro del Estado de Bienestar y el
advenimiento de la globalización. Este hecho impulsó en los regímenes de democracia
representativa la puesta en marcha de mecanismos alternativos y complementarios
de las tradicionales instituciones electorales (Eberhardt, 2015). Estos mecanismos
posibilitan la presentación de las demandas ciudadanas en forma directa a través de
diversas fórmulas, como la iniciativa popular, la consulta popular, la audiencia pública,
el presupuesto participativo, los consejos consultivos, los jurados ciudadanos, el plan
estratégico o la revocatoria de mandato, entre otros.
John Keane, con The Life and Death of Democracy, difunde en 2009 su teoría
de la democracia monitorizada, en la que plantea la lucha por la transparencia y el
ineludible papel activo de la sociedad civil como componentes fundamentales de un
sistema democrático en el que la ciudadanía participa en la denición y monitorización
del proceso político. La propuesta de Keane no plantea la inhabilitación de las
estructuras representativas, sino que preconiza la persistencia de los partidos políticos,
las elecciones y los parlamentos como estructuras básicas de la democracia, pero
complementados, a través de la utilización de las tecnologías de la información y la
comunicación, con la monitorización de las estructuras de poder, entendida como la
posibilidad de observar sin ningún tipo de obstáculos los centros y los engranajes del
poder.
Por su lado, Simon Tormey, en The End of Representative Politics, piensa
que el alejamiento de la ciudadanía de las estructuras representativas lleva a la
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misma a la necesidad de autoorganizarse y movilizarse por encima de los procesos
electorales. Nos hallaríamos en un “momento en el que se desvanece un ‘paradigma’
o una narrativa, pero donde el contorno de algo que podría reemplazarlo sigue
siendo incierto y difícil de distinguir. No podemos vivir con ella (la representación).
Pero tampoco podemos vivir sin ella - por el momento” (Tormey, 2015, p. 140).
Según Tormey, los modos de hacer política, que están emergiendo desde abajo, son
muchas veces “horizontales”, es decir, desprovistos de liderazgo. En este proceso, la
ciudadanía se organiza, cada vez en mayor medida, de forma autónoma, instituyendo
“micro-iniciativas, micro-partidos, micro-política” con la nalidad de presionar a los
políticos y desaar sus actuaciones (Tormey, 2015, p. 138).
No obstante, en este este mundo incierto y complejo, el Estado continúa
siendo protagonista de la escena, aunque tiene toda una serie de retos planteados a
los que debe dar respuesta:
•Un Estado facilitador del desarrollo económico sostenible y, sobre todo, social, e
impulsor de políticas públicas de carácter igualitario que promuevan la superación de
la pobreza y la desigualdad.
•Un Estado que procure sanidad y educación públicas, y que trate de erradicar la
pobreza.
•Un Estado que procure una sociedad más justa, que permeabilice las demandas de
los ciudadanos y que combata la desafección y la apatía política.
•Un Estado que potencie los efectos positivos de la globalización, que luche contra el
cambio climático y que esté preparado ante las pandemias.
•Un Estado que ampare los derechos humanos y que construya una sociedad
multicultural e integradora.
Si el Estado consigue resolver estos desafíos de una manera óptima y eciente,
será capaz de afrontar y resolver muchos de los problemas que actualmente están
irritando a las sociedades. Si el Estado no es capaz de comenzar a solucionar y dar
respuesta a estos desafíos, los ciudadanos sufrirán las consecuencias y, con mucha
probabilidad, seguirán en la senda de la desafección.
Pero el Estado no puede afrontar, desde una posición democrática, los desafíos a
los que se enfrenta sin intentar alcanzar una democracia de mayor calidad y, para
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ello, solo cabe profundizar en la misma a través de la participación ciudadana y la
revitalización del diálogo y la transparencia.
3.En la participación puede estar la solución
En la antigua Grecia ya se pensaba que la ciudadanía era poseedora de virtudes
cívicas a las que se debía recurrir para el logro del bien común. De este pensamiento se
colige que la participación ciudadana es una condición básica para la democracia. No
obstante, cada uno de los modelos de democracia desarrollados hasta el momento han
diseñado diversas alternativas que han posibilitado que la democracia haya avanzado
en función de los conictos internos y externos y de las demandas de la ciudadanía.
Como señala Peter Dahlgren (2012), la democracia “no es un fenómeno estático y
universal; su carácter especíco varía en función de diversas variables circunstancias.
Su vitalidad, funcionalidad y supervivencia no pueden darse por sentadas. Se trata
de un proyecto histórico, atravesado por las disputas entre aquellas fuerzas que,
de distintas maneras, lo restringen y aquellas que tratan de ampliarlo, sobre todo
fortaleciendo la participación” (p. 46). De esta forma se han ido desarrollando nuevos
modelos de democracia, como el conocido como “democracia deliberativa”.
Las teorías de la democracia participativa, la democracia deliberativa y del
capital social (Tabla 1) sostienen que la participación ciudadana tiene efectos positivos
sobre la democracia al contribuir a la inclusión de los ciudadanos individuales en
los procesos políticos; al fomentar las virtudes y habilidades cívicas; al producir
decisiones racionales basadas en la deliberación pública y al aumentar la legitimidad
de los propios procesos y de sus resultados (Michels y De Graaf, 2010).
Tabla 1. Efectos de la participación ciudadana en la democracia: un marco de
análisis
Fuente: Michels y De Graaf, 2010, p.481.
Carole Pateman, después de examinar la obra de Rousseau, Stuart Mill y Cole,
sintetiza las tres funciones de la participación política: 1) una función educativa, a
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través de la cual la ciudadanía puede ampliar su competencia cívica y tener más
capacidad para intervenir en las decisiones públicas; 2) una función integradora,
mediante la cual las personas que participan se sienten parte de su comunidad y, por
tanto, más responsables de las decisiones públicas, y 3) una función de legitimación
que posibilita el beneplácito de la ciudadanía hacia las decisiones públicas. La
segunda función, según la autora británica, favorece el refuerzo del sentimiento de
pertenencia de la ciudadanía a su sociedad, siendo “la experiencia de participación en
la toma de decisiones misma, y la compleja totalidad de resultados a los que conduce,
tanto para el individuo como para todo el sistema político” lo que vincula al individuo
a la sociedad e impulsa el desarrollo de una “verdadera comunidad” (Pateman, 1970,
p. 27). Por otro lado, la tercera función considera la aprobación de las decisiones
que se originan a través de un proceso participativo. Rousseau ya advirtió que las
disposiciones que se toman colectivamente se comprenden y toleran más fácilmente
por las personas. Sin embargo, a pesar del alcance de estas dos últimas funciones, la
más importante es la primera: la función educativa, puesto que los individuos que
se implican en procesos participativos aprenden a tener en cuenta las opiniones y
los intereses de los demás. A través de la participación se espera que los individuos
adquieran la cualicación necesaria para que el sistema político funcione. Por tanto,
mediante la “participación en la visión y el trabajo común”, los miembros de una
comunidad democrática “fuerte” se transforman en ciudadanos (Barber, 1984, p.
232), y esto lleva a Benjamin R. Barber (1984) a insistir en que la participación
hace que aumente la capacidad decisoria de las personas participantes, de forma
que “la política deviene su propia universidad, la ciudadanía su propio campo de
entrenamiento y la participación su propio tutor” (p. 152).
Para algunas personas, la democracia deliberativa puede parecer cargada de
ingenuidad y utopía, en un mundo en el que imperan los poderosos, los intereses
particulares, las tretas, los engaños, la demagogia y la manipulación (Gutmann y
Thompson, 2004). Pero, para otras, las mujeres y hombres normales son capaces
de participar y llegar a acreditar su capacidad para la deliberación, principalmente
cuando los procesos participativos se organizan bien y ponen a disposición de las
personas participantes información precisa, suciente e imparcial, así como, si fuera
necesaria, la asistencia de especialistas y facilitadores. La investigación empírica
corrobora, aunque no sin críticas, las aseveraciones esenciales de la teoría democrática
deliberativa (Bächtiger, Dryzek, Mansbridge y Warren, 2018), admitiendo que la
misma puede ser valiosa, tanto para el diagnóstico de los males de la democracia,
como para la elaboración de respuestas adecuadas a la crisis de representación.
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Participación y deliberación no son conceptos equivalentes, aunque tienen
una cierta anidad. La primordial discrepancia entre ellos está en que la deliberación
ofrece algo más que la participación, puesto que toda deliberación es participativa,
pero no a la inversa. La deliberación implica, en su origen habermasiano, un
intercambio racional de argumentos entre las partes, mientras que la participación no
lo considera indispensable. Sintomer (2011) resume esta divergencia al advertir que
“la democracia es ‘participativa’, ya que combina las estructuras de la democracia
representativa con estructuras basadas en la democracia directa” (p. 256). En el
paradigma participativo lo que se pretende es el perfeccionamiento del sistema
representativo a través de la incorporación de principios de la democracia directa,
es decir, de la adición de instrumentos que faciliten a la ciudadanía intervenir
directamente. Pero esta participación no es ineludiblemente deliberativa, no conlleva
la exigencia de un debate con intercambio de argumentos. La participación se basa
en la sencilla premisa de que todas las personas que tienen algo que expresar, deben
tener la posibilidad de hacerlo. Las teorías participativas persisten en la valoración
de la importancia del discurso cívico que debe poder ser pronunciado, por lo que
persiguen que la ciudadanía participe, sin importar mucho el cómo. Empero, las
teorías deliberativas, que se perfeccionan a partir de los años 80 del siglo XX con
el impulso de Habermas, demandan procedimientos que permitan que la ciudadanía
pueda participar de una forma especíca.
La deliberación no es solamente un intercambio de argumentaciones más o
menos recapacitadas, sino que se reere a un debate racional en el que cada persona
preconiza sus puntos de vistas individuales con argumentos de razón que puedan
convencer a todos, con la pretensión de alcanzar una idea común compartida que dé
lugar a proyectos políticos respaldados por el conjunto de la ciudadanía.
No obstante, un debate racional objetivo no parece factible para el conjunto de
la ciudadanía, pudiendo dar lugar a un sistema en el que una parte de ésta se imponga
sobre la otra. Esta crítica, formulada por Iris Marion Young (1997 y 2001), llevaría
a un modelo en el que la deliberación no fuera únicamente racional y objetiva, sino
pudieran surgir argumentos que fueran producto de las emociones y las pasiones.
Otra crítica que se podría plantear al argumento deliberativo, tal como lo hacen
Mouffe (2009) o Bellamy (1999), atañería a la exigencia de llegar a un consenso,
cuando en la sociedad actual va a ser imposible lograrlo en numerosas ocasiones
ya que hay conictos que son fruto de posiciones irreconciliables y, por tanto, son
muy difíciles de resolver. Consecuentemente, habría que redenir el consenso como
requisito imperativo de la deliberación o permitir una forma de consenso “conictivo”,
que pudiera salvar la presencia del conicto, aunque exista un valor común.
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Las prácticas participativas también suscitan un último interrogante: el de
la legitimidad de las personas que participan, ya que, dada la exigua participación
ciudadana que se produce normalmente, se podría objetar respecto de la posibilidad
de otorgar alguna capacidad de decisión a las pocas personas participantes.
Este último inconveniente podría ser disipado mediante la aplicación de
las tecnologías digitales que permiten un procesamiento y divulgación ágil de la
información. A través de Internet se puede reunir un mayor porcentaje de la ciudadanía
y acabar con las limitaciones físicas existentes, al no ser ineludible desplazarse o salir
del domicilio para que se pueda escuchar la opinión de los participantes. Internet
permite que las personas puedan hacer públicas sus opiniones, que otras puedan argüir
a favor o en contra, formular otras propuestas e, incluso, que se puedan refrendar
si fuera necesario. Pero Internet, de igual forma, puede resaltar los problemas que
existen e, incluso, introducir otros diferentes. Se puede caer en la “tiranía de la
mayoría” o en formas de populismo, al existir el peligro de conceder excesivo poder a
la mayoría, sin que el mismo pueda ser contrarrestado por un previo o ulterior proceso
deliberativo. Por otro lado, también existe un fundado recelo a que las tecnologías
digitales puedan ser empleadas en una lógica que arrastre hacia la polarización. Esto
sucede cuando las personas que participan lo hacen únicamente en espacios digitales
en los que están las personas que comparten su visión del mundo, por lo que no se
diversica el debate, sino que se estimula a la ciudadanía a fortalecer sus posiciones
y a dotarlas de una mayor inmutabilidad.
Sin embargo, la deliberación debería favorecer lo contrario, es decir, a
la superación de la polarización, al fomentar el reconocimiento y la concordia y
comprensión recíprocas (Ugarriza y Caluwaerts, 2014). Y, aunque los críticos de
estas teorías repliquen que la deliberación puede llevar al planteamiento de demandas
poco realistas (Mutz, 2006), los procesos deliberativos, al ser desarrollados por
personas que, aunque tengan motivaciones e intereses discordantes, son implícita y
sustancialmente iguales en recursos y capacidades y estarían dispuestas a cambiar sus
posiciones previas para tratar de resolver los conictos sociales y políticos existentes
en base al mejor argumento, lo que podría llevar a resultados colectivos racionales.
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CONCLUSIONES
De lo dicho se desprende que la implementación de nuevas formas
de participación ciudadana puede contribuir al aminoramiento de la crisis de
representación que viven las sociedades actuales, pero, para que esto sea una realidad,
es necesario educar a las personas en una cultura democrática, crítica y participativa,
una cultura en la que, como señalan Jenkins, Purushotma, Weigel, Clinton y Robinson
(2009), “las personas creen que sus contribuciones son importantes y sienten un cierto
grado de conexión social con los demás (p.3).
Mediante una apuesta decidida de los Estados por la educación se puede
contribuir a desarrollar esta cultura participativa, pero además los poderes públicos
han de asegurar la utilidad de los nuevos cauces de participación ciudadana, es decir,
se debe garantizar que la participación e intereses de los actores sean incluidos en las
decisiones políticas (Río, Navarro y Font, 2016; Fishkin y Lasset, 2003; Dryzeck,
2002). Este es un problema importante, puesto que es difícil asegurar de antemano
el compromiso de los poderes políticos ante el resultado de la deliberación. El reto
de vincular la participación y la deliberación con la esfera política sigue siendo el
problema más difícil de solucionar. Una posible solución sería crear un procedimiento
de toma de decisiones en el que los resultados de la deliberación se tengan que debatir
públicamente de forma obligatoria y ser votados en una consulta popular o en el
correspondiente parlamento o consejo.
Malala Yousafza, joven activista pakistaní que recibió el Premio Nobel de
la Paz en 2014, deende la educación de las mujeres y sus derechos civiles. Es la
persona más joven en toda la historia en recibir este reconocimiento, y estas son
algunas de sus palabras: “para hacerme poderosa solo necesito una cosa: educación”;
“un niño, un profesor, un libro y un lápiz pueden cambiar el mundo”; “un país no es
más fuerte por el número de soldados que tiene, sino por su índice de alfabetización”.
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