Por ende, este artículo considera a la innovación social como una solución más eficaz, eficiente y sostenible a una problemática
que las soluciones existentes, cuyo valor creado se acumula en la sociedad en su conjunto, y no en las particularidades (Parada
et al, 2017), es decir, puede considerarse como una solución, nueva práctica o un cambio que genera una nueva respuesta a
los problemas proveniente de la sociedad; fuerza transformadora para todo el mundo que florece cuando se incluye el
empoderamiento de la población local como sujetos y no como objetos del desarrollo (Godín, 2012) y, que cuando la mujer
toma el papel de sujeto innovador involucrando las necesidades de cuidado y económicas obtiene un cambio (una
reestructuración), en consecuencia, una nueva forma de organización, de hacer las cosas, nuevas prácticas sociales que dan
lugar a mejoras sociales (Ariza-Montes et al, 2016).
b. El papel de la mujer en la industria textil mexicana
Tras la conquista española y la importación de seda en 1519, la sericicultura se convirtió en la actividad principal de los
obrajes en México, establecimientos conformados por el sexo femenino, destinadas a trabajar de manera no remunerada, como
hilanderas y tejedoras, o bien para que trabajaran en las unidades domésticas de los talleres como esposa, madre o hija (García
Corzo, 2018); obrajes o centros textiles que producían tejidos de lana y algodón elaborados principalmente por mano de obra
de mujeres, niños y niñas (Murgueitio, 2015).
Los obrajes sederos contaban con pequeñas explotaciones españolas, siempre con presencia femenina, dedicados al hilado en
tornos rústicos, al teñido y tejido (García Corzo, 2018). Sin embargo, en el siglo XVIII, la fabricación de tejidos y telas en los
hogares se volvió más común de lo normal, porque mezcló las necesidades de cuidado con lo laboral, permitiendo la formación
de microtalleres, donde la mujer podía desenvolverse en el trabajo textil, sin descuidar a los hijos, hijas y el hogar e impulsar
el emprendimiento.
Además, las mujeres pobres hilaban algodón para venderlo a tejedores y fabricantes (Bazant, 1964) con poca ganancia, pero
esta actividad la llevaban a cabo porque no descuidaban a sus hijos e hijas ni el hogar, otra razón más que contribuyó a que el
microtaller textil fuese visto como una solución social innovadora, dado que el sexo femenino comenzó a participar de manera
más dinámica en un mayor número de actividades textiles, y no solo en el hilado, que únicamente tenían permitido realizar
las mujeres indígenas (Pérez, 2003). Por tanto, los microtalleres representaron una respuesta eficiente para la generación de
ingresos, y una solución eficaz para estar pendientes del cuidado del hogar y de los hijos e hijas, serie de problemas sociales
para los que el Estado de bienestar no estaba preparado para hacer frente, por lo que la sociedad tuvo que responder de una
forma auto-organizada (Ariza-Montes, et al, 2016).
No obstante, con la industrialización, en México, se inició el reemplazamiento de los microtalleres por grandes fábricas, por
lo que surge mayor presencia masculina para la operación de maquinaria y equipo. Sin embargo, los oficios femeninos como
el de tejedoras de lana, lino, algodón, las agujeteras y clavadoras de cintas, así como las hiladoras de seda (García Corzo,
2018) siguieron laborando en talleres domiciliados, contribuyendo al desarrollo continuo de actividades artesanales y
domésticas al mismo tiempo, es decir, que mientras las mujeres producían hilado y tejido (Pérez, 2003) seguían cuidando a
sus hijos e hijas, y realizando múltiples labores del hogar.
La industrialización no logró captar cada una de las actividades textiles productivas, debido a que algunas eran culturalmente
asignadas a las mujeres. Por ejemplo, Pérez (2003) menciona que en 1842, en la Ciudad de México se contabilizaron 1,366
mujeres formalmente activas, que desempeñaban actividades textiles como la costura, el devanado, empuntanado, tejido,
urdido, entre otras; actividades largas y extenuantes con jornadas laborales de hasta 14 horas diarias; algunas veces, solían
laborar de acuerdo a la disponibilidad de materia prima, pero que, aun así las realizaban. La industrialización incluyó gran
cantidad de mano de obra masculina, empero, no sustituyó a la femenina porque era económica, contenedora de gran
experiencia, habilidad y destreza, y puesta principalmente por mujeres viudas, esposos con hijos (Carbajal, 2015), mujeres y
madres solteras.
En las grandes fábricas, el salario oscilaba entre 20 centavos y un peso por jornada diaria (Ramos Escobar. 2020); la baja
alfabetización femenina representaba un pago económico inferior al del hombre, factor educativo que influyó también en las
excesivas jornadas de trabajo, condiciones insalubres en las fábricas (Ramos Escobar, 2020), y en las precariedades laborales
que las mujeres soportaban a cambio de contar con un ingreso que pudiese ayudar económicamente en su hogar.
Caso contrario, cuando el ingreso económico femenino era mayor, y representaba una buena oportunidad de mejorar la calidad
de vida, entraba en conflicto con el cuidado de los hijos (Medina-Vincent, 2014) o hijas y el hogar, siendo ellas mismas